Tres tardes con Fidel Castro II
Las horas contadas
Segundo encuentro
A las cuatro en punto de la tarde siguiente, día viernes 24 de agosto, el gran coche negro me recogió en el hotel Nacional para llevarme de nuevo ante Fidel.
A pesar de que soy un poquito miope; a pesar de los cristales tintados y de las cortinillas bien corridas; a pesar de que yo no cargaba GPS ni en mi celular ni en parte alguna de mi anatomía, advertí que andábamos por unos andurriales distintos a los de ayer. No me engañaba, pues me plantificaron en un caserón estilo realismo soviético, más feo que la tiña.
Abrevio el cuento y omito describir las desangeladas galerías y meandros que corrimos, de la mano de camaradas distintos a los de ayer. Hasta que me topé con Carmiña, que esta sí que era la misma, o su clon.
La de Ourense abre unas puertas correderas y héteme aquí que me encuentro, en un gimnasio con instalaciones a tutiplén, de cara con el mismísimo Comandante en Jefe, que andaba el pobre sufriendo en una cinta de esas que inventó el maligno para no pasear por la calle por donde va uno tan ricamente y sin pagar.
− ¿Cómo le fue doctor? ¿le incomoda a usted que charlemos mientras cumplo con las prescripciones facultativas?
Aseguré al doctor Castro que me parecía de perlas y agradecí de nuevo el tiempo que me donaba y la familiaridad de su trato. Me permití preguntarle si el edificio en que estábamos era una sede administrativa o, antes bien, otra residencia.
− ¿Usted sabe cuántas veces han intentado liquidarme los servicios secretos del Imperio? Es mi deber tomar ciertas precauciones para privarles ese gustazo a los lacayos del imperialismo. A mí no se me afrijola tan fácilmente.
Luego era verdad la leyenda de que Fidel nunca duerme días seguidos en la misma cama. No quise jugar a adivinar la cifra de veces que habían intentado darle matarile y preferí indagar en su misteriosa promesa de ayer.
− Pues mire usted, amigo Torres, estoy puto de que los libros y las hemerotecas atribuyan el pacífico final que tuvo la crisis de los misiles a Kennedy y al camarada Nikita Jrushchov. Minimizan ante la Historia mi papel y eso me da mucho coraje. Yo creo firmemente que yo fui el más consciente y paciente de nosotros tres. Tenía bien clarito que era mi deber preservar al planeta de lo que hubiera sido, sin ninguna duda, la tercera guerra mundial. Ya sé que usted es muy aplicado, pero le ruego que me escuche como si estuviera hablando de amor con Catherine Deneuve. Ahora sí que voy a platicar con usted cosas que no he contado a casi nadie.
− Kennedy estaba en serios aprietos pues le achuchaban los halcones del Pentágono y algún que otro consejero civil que se había vendido a los republicanos. Eso por un lado. Por el otro, el campesino Jrushchov era prácticamente rehén de algunos generales y mariscales del ejército ruso quienes, unidos al ala dura del partido comunista, estaban en vías de perpetrar un golpe de estado por considerar que el bolchevique del zapato en mano en la ONU era un blando. Y yo en medio de ambos, con mi pueblo padeciendo un calvario y cómplice, no del todo voluntario, de la instalación en mi isla de plataformas de lanzamiento de misiles con cabeza nuclear que alcanzaban una buena porción del territorio de USA. Incluso en mi partido comunista tenía yo mis problemillas con algunos mencheviques que me acusaban de ser poco menos que un aventurero putchista pequeño-burgués. Los muy cabrones habían colaborado con Batista y me querían dejar en la calle y sin llavín.
Intuí que era bueno dar un respiro al anciano que me miraba con los ojos que ponen los locos cuando están soltando una verdad como un puño. Para ello utilicé la treta de pedir más limonada y, de poder ser, galletas maríafontaneda, de las que ayer había merendado Fidel.
− Abra bien los oídos, joven. Ni McNamara, ni Gromiko, ni el hermano de Kennedy, ni menos mis embajadores tenían poder ni tiempo para conseguirme lo que logró la madre de Carmiña, que se llamaba Manoli y trabajaba para mí con la lealtad que ha heredado su hija.
No caí de culo gracias a que el sillón estilo remordimiento tenía un respaldo a prueba de saltos del padre prior. Entonces si que lamenté no llevar una grabadora encima, o cuando menos, tener a mano papel y lápiz.
− Mi fiel Manoli, que me veía mucho más preocupado que cuando me eché al monte para tumbar al carigordo comemierda de Batista, me dijo que el cocinero de la Casa Blanca era de su pueblo y que Kennedy le tenía en mucha estima.
Mi gozo en un pozo. Pensé que el Comandante estaba más loco que una cabra y que qué moños hacia yo charlando con él. Pero no había más cáscaras que mantener el tipo y obedecer al Comandante tratando de ver en él a la Deneuve que trabajó con don Luis Buñuel.
− Me faltó tiempo para decirle a Manoli que necesitaba hablar urgentísimamente con el presidente Kennedy, quien no debía atenderme en su despacho sino en un teléfono limpio de escuchas y sin otra presencia que la de su hermano Bob. Manoli tomó el encargo como si le hubiera pedido un caldo gallego para cenar y se fue sin decir oste ni moste.
Mi yo surrealista empezó a pensar que, bien mirado, lo que estaba oyendo era más divertido que si al Comandante le hubiera dado por decirme que tenía, en un arcón de su habitación, el otro brazo incorrupto de Santa Teresa y me aposté de muestra como perro perdiguero.
− Le dije a mi gente que, entretanto, me comunicaran a como diera lugar con Jrushchov y, traductores de por medio, le pedí al camarada veinticuatro horas sin un solo movimiento de sus tropas en las bases de mi territorio. Y que ningún navío soviético, de guerra o mercante, intentase romper el bloqueo naval de los norteamericanos. Recuerde usted, amigo Torres, que un proyectil soviético del tipo SAM acababa de derribar en suelo cubano a un avión espía U2 de las fuerzas aéreas USA. Para colmo de males el piloto resultó ser católico como los Kennedy y, además, parece que buena persona. Ya usted sabe que el lobby judío y los anglicanos, calvinistas, evangelistas y demás hierbas, estaban desesperados por echar a los católicos de la Casa Blanca, sí o sí.
Me vino a las mientes que este cuento gallego caribeño era mucho más majo que las cacas de novelas históricas que tantísimo éxito tienen en la actualidad. Y yo allí, en La Habana, sin poder ir al barbero y depositario único, a título universal, de la confesión de un viejo rojo, auténtico resistente al cambio climático y a cualquier terremoto ideológico. Puro pleistoceno.
− Jrushchov me asegura que haría todo lo humanamente posible para que sus guardianes respetaran una especie de tregua de veinticuatro horas y tiene la prudencia de no preguntarme de qué iba la vaina. Nada más colgar al del Kremlim, me advierte mi secretario que Manoli le manda decirme que en el teléfono de la cocina está el presidente Kennedy al aparato. Me zumbé como una liebre escaleras abajo y agarré como un poseso el teléfono que pendía de la ajedrezada pared de la cocina. Por cierto, que el teléfono era uno de esos de bakelita, fabricado por la ITT norteamericana y más prieto que un negro mandinga.
Palpo el bolsillo de mi chaqueta y me entra el canguelo al descubrir que he olvidado la pastilla para controlar la hipertensión. Tocaba tragarla a las cinco en punto. Me consuelo pensando que tampoco era una mala manera de palmarla, aunque mi cadáver terminase pasto de los tiburones que nadan bien cerquita del malecón, y que si moría en brazos de Fidel, a ver quién de los míos podía presumir de muerte tan descomedida.
− Total, que allá mismito voy y le digo a Kennedy, con mi inglés que entonces era bien bueno, que si conseguía aguantar 24 horas sin bombardear las plataformas de misiles y si abrían unos pasillos en el mar, yo le prometía que los soviéticos desmantelarían todas las rampas y se llevarían todos los cohetitos, con sus cabecitas nucleares, que pudiera haber en Cuba y que, francamente joven, le diré que nunca supe cuántos fueron, aunque se dijo que eran cuarenta y dos de alcance intermedio. ¿Tiene usted prisa? ¿Sabe usted que Kennedy me hablaba también desde un teléfono instalado en la cocina de la Casa Blanca?
El Comandante, mayor pero no lelo, se estaba dando cuenta de que un color se me iba y otro se me venía y se puso a jugar conmigo haciéndose el interesante, como si fuera necesario añadir intriga a la intriga y meter fuego al fuego.
− Para que no me regañe mi equipo médico habitual voy a abreviar. Encajaron todas las piezas, Jrushchov, que era hombre de paz y no como algún premio Nobel, cumplió su parte del trato y ordenó a sus dos hombres fieles destacados en La Habana que empezase el desmantelamiento. Para que vea que conservo la memoria le diré que se trataba del camarada Rashidov, entonces secretario del Partido en Uzbekistán y de mi amigo el mariscal Biryuzov, jefe de las Fuerzas Coheteriles Estratégicas de la URSS.
Fidel tomó un sorbito de su guarapo y mordió sin mucho interés una galletica.
− Los U2 de las fuerzas aéreas norteamericanas empezaron a comprobar que los rusos recogían los bártulos nucleares y se volvían para su tierra. Me contaron los nuestros que en una ocasión faltó un pelo para que chocaran navíos rusos y americanos, aunque supongo que de esto se enteraron por alguna emisora de radio, porque nosotros no teníamos ni barcos, ni aviones, ni nada de nada. En fin, que la crisis acabó sin una guerra mundial termonuclear y que evité la invasión de Cuba. Es cierto que hubo tensión entre nosotros y la URSS, pero nuestra alianza aguantó mal que bien hasta el final de la guerra fría.
Entendí que la revelación ya estaba completa y que era mejor no entrar en detalles porque la realidad supera al arte. Me limité a comentar que lo que no consiga un gallego no lo consigue nadie.
− Así es joven. Carmiña está convencida de que el Niño Jesús nació en Santiago de Compostela. Dice que los Reyes Magos de Oriente fueron guiados a tierra gallega por la famosa estrella y de ahí lo de Compostela, que es campo de estrella y no compóntelas como puedas, como pensaba yo. La buena de Manoli le metió en la cabeza a su hija que otra prueba irrefutable del nacimiento del Niño Dios en tierras gallegas es que su mote de Jesús “el Galileo” es una mala traducción del arameo. La versión buena es Jesús “el Galego”.
Al despedirme, Fidel me preguntó si todavía tendría tiempo de parlotear una tarde más antes de regresarme para España.
Ni que decir tiene que acepté. El jugo de lo que resultó ser larga propina, me lo reservo para futura ocasión, si es que ésta se presenta y yo sigo vivo, que hay mucho loco suelto.
Que epoca, la de los misiles cubanos!!
ResponderEliminarBuena reseña.
Un abrazo.
El relato es tan natural que hasta Fidel después de leerlo lo creería. Me gusta la manera en que desclasificas la verdad y devuelves al mundo su molde ya sin grietas. Besos.
ResponderEliminarPero qué magnífica imaginación, qué documentación tan creíble, qué magnífica la Manoli,(me recuerda al ascensorista del ministerio del interior que mandaba más que nadie en el ministerio) y qué comandante tan cercano este Fidel que nos presentas...Hasta a mí me gustaría conocerlo en esa pose y circunstancia tan comunicativa. Claro que, lo único que tenemos en común es la dichosa diverticulitis que en él ha sido más grave por cosas de la edad y los puros de su sufrida tierra...
ResponderEliminarTe felicito por tu escrito. Saludos, Carmen
Te devuelvo la visita y bienvenido a mi blog. Todavía sigo sorprendida de que un autor tan popular y con tantos seguidores, se interese por mi blog y me pregunto que es lo que te ha gustado de él, porque es algo muy sencillo. Desde que era muy joven me gustaba escribir, pero las circunstancias de mi vida - que me hicieron muy feliz- me absorbieron y deje toda idea literaria. Ahora ya tengo tiempo y voy a intentar llevarlo a cabo hasta donde la edad me lo permita.
ResponderEliminarHasta pronto
Desde luego un relato estupendo..un abarzo desde Murcia...
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