Largo y libre verano (segunda entrega)
(autor con hermana) Tan aislados estábamos, que cada semana pasaba por las casas una galera grande llena de telas, puntillas de encaje, jabones y productos de olor. No existían las cremas de protección solar. La lata de Nivea ayudaba a freírnos al sol, quemaduras que se aliviaban por la noche con paños mojados en vinagre. El comerciante que llevaba el carruaje tirado por mulas era conocido como “El Corsario”. Hecho el negocio, con sus manos de corsario nos regalaba caramelos caseros. Conocíamos el valor de las cosas y aceptábamos la lógica de heredar camisas o abrigos de los hermanos mayores. Para sacar o meter pinzas o dobladillos, poner o quitar hombreras, o dar la vuelta a chaquetas o saharianas estaban las modistas que iban a coser a las casas en las máquinas Singer de pedales. Guadalupe se llamaba la nuestra de Madrid, que tenía una asombrosa permanente en el pelo y un novio torero o casi. Los labradores hacían un baile, con laúdes y bandurrias, una o do