Largo y libre verano (segunda entrega)
(autor con hermana)
Tan aislados estábamos,
que cada semana pasaba por las casas una galera grande llena de telas,
puntillas de encaje, jabones y productos de olor. No existían las cremas de
protección solar. La lata de Nivea ayudaba a freírnos al sol, quemaduras que se
aliviaban por la noche con paños mojados en vinagre.
El comerciante que llevaba
el carruaje tirado por mulas era conocido como “El Corsario”. Hecho el negocio,
con sus manos de corsario nos regalaba caramelos caseros.
Conocíamos el valor
de las cosas y aceptábamos la lógica de heredar camisas o abrigos de los
hermanos mayores. Para sacar o meter pinzas o dobladillos, poner o quitar
hombreras, o dar la vuelta a chaquetas o saharianas estaban las modistas que iban
a coser a las casas en las máquinas Singer de pedales. Guadalupe se llamaba la nuestra
de Madrid, que tenía una asombrosa permanente en el pelo y un novio torero o
casi.
Los labradores hacían un baile, con laúdes y bandurrias, una o dos veces al mes, en la casa de los peones camineros. El que mejor tocaba el laúd, a púa, a quien yo veía que las mozas festejaban mucho, se apodaba Tomás “el de la alfalfa”. Siempre hice buenas migas con él, pues al caer la tarde me dejaba acompañarle a segar con hoz la alfalfa necesaria para echarla de comer a los conejos enjaulados, que servían para el arroz cuando no era temporada de caza; aunque me parece que en la dehesa las vedas no se respetaban escrupulosamente y las parejas de la Guardia Civil que hacían las rondas a pie eran tratadas con gran consideración.
Más de una vez vi a los
“civiles” recibir un par de cartones de Chesterfield de contrabando, que
provenían de los barcos extranjeros que venían a cargar sal a las salinas de
San Pedro del Pinatar o a las de Torrevieja. También circulaba el Pall‑Mall
largo y sin filtro, así como el rubio inglés de Virginia, este último protagonista
de mi primer y desagradable encuentro con el tabaco.
Los mayores jugaban
después de comer al dominó, a la sombra de un tejado de brezo que cubría un
jardín redondo en cuyo centro había una fuente con un surtidor y unos peces que
se decía servían para comerse las larvas de los mosquitos. El jardín se llamaba
“Corea”, supongo que por aquella lejana guerra o quizás por la forma del
techado. No creo que nuestros grillos fueran a la zaga de los coreanos en lo
que a estruendo nocturno se refiere.
Por la noche jugaban al póquer y se llegaban a juntar diez o doce grandes coches, Packard, Chrysler, Pontiac o Citroën 15 ligero. El más pequeño era el Fiat Balilla de don Vicente, capitán retirado de la marina mercante casado con doña Herminia. No tenían hijos y eran parientes pobres de los amos. El Balilla era de dos plazas bajo la capota, más otros dos asientos que se descubrían en la parte posterior, donde hoy los coches llevan el maletero. Me gustaba ir atrás, cara al viento, tragando el polvo de los caminos sin asfaltar y mirando los taludes de tierras amarillas como el asperón.
A las interminables partidas de póquer se apuntaban algunos aviadores de la Academia General de San Javier, además de Ernesto, que era el administrador de la finca y del matrimonio Maura, Juan y Menchu. Él era gerente de la Unión Salinera Española y mi padre llamaba a Menchu Maura “la leona de Castilla”.
Cuantos buenos recuerdos, amigo.
ResponderEliminarMi padre tuvo un citroen "15 ligero". Nadie andaba en "Toppolino"?
Gran texto.
Un abrazo.
Escribes maravilloso simple claro si casi te veo!!!
ResponderEliminarque hermoso poder transmitir tantos recuerdos tan bien contados, besitos
ResponderEliminarEsos veranos me suenan familiares... sobre todo las espaldas quemadas por el sol año tras año. Aunque a mí me daban "After sun"; acababa de salir al mercado entonces.
ResponderEliminarMe encanta cómo sabes contar los recuerdos, cómo los desmenuzas y los haces revivir en letras.
Un beso de admiradora ( o dos).
A pesar de vivir en otras latitudes tus recuerdos se me hacen muy cercanos. Muy buen relato Manuel. Besos!!
ResponderEliminarMe reconozco en cada línea de tu escrito, y casi diría que hasta en la foto. Esa niña de las trenzas podía ser yo con mi hermano.
ResponderEliminarUn abrazo
¡Ay los recuerdos estivales! Cada uno tenemos los nuestros, pero bien podrían ser los de cualquiera.
ResponderEliminarYo también recuerdo algunas de las cosas que relatas, como las quemaduras después de un día de playa refrescadas con paños de vinagre; y los hombres jugando a las cartas, la mujeres bordando y cotilleando mientras los críos correteábamos entre unas y otros. Jugar al corro, al escondite, al toma ve y dile, al salto de la muerte; cientos de juegos con los que nos divertíamos chicos y no tan chicos ajenos a todo el ajetreo del mundo. Sin embargo, ahora todo es diferente. ¡AY!
Un abrazo grande.
María Eva.
Tus recuerdos se tornan aún más especiales cuando les das y ofreces tu personal y crítico, punto de vista.
ResponderEliminarEs un placer leerte
(siento no venir más a menudo...).
:)