Largo y libre verano




Aquellos interminables, calurosos y asilvestrados veranos imprimían carácter.

La luz del Levante mediterráneo y la privilegiada naturaleza de una finca de monte bajo y de labor, sin más contacto con el mundo exterior que los viejos aparatos de radio que sólo captaban, y eso por la noche, emisoras árabes del otro lado del mar y, nunca supe por qué, Radio Andorra. Una voz aguda de chica cantaba ¡aquí Radio Andorra, emisora del Principado de Andorra!

Vivíamos sumergidos nos sumergían en una especie de rústica felicidad que adormecía los espíritus pero mantenía bien abiertos nuestros sentidos.

En mi colegio apenas sí mandaban tareas para el verano, salvo la de rellenar un cuaderno de vacaciones. El ritmo de cada jornada nuestra era muy parecido al propio de los labriegos y jornaleros, cuyas familias vivían en casas diseminadas por la Dehesa de Campoamor. Las faenas del campo pautaban mi día a día.

Cuando empezaba el veraneo era ya la época de trillar con mulas en las eras, de recoger tomates y pimientos, melones y sandías, y las frutas y verduras de las huertas que se regaban con agua de pozos y acequias que la traían de enormes balsas llenas de tritones, renacuajos y pequeñas culebrillas de agua.

(foto Wendy Bevan)

Si la cosecha de tomates y pimientos era muy grande, las mujeres de los labradores los abrían y ponían a secar al sol en las eras, cuando éstas habían cumplido ya su función y el grano estaba recogido y entrojado.

Algunas noches era preciso y emocionante tirar cohetes en las eras para provocar que los conejos salieran disparados y dejasen de comer pimientos ya medio secos. Recuerdo muy bien que a la mañana siguiente deshacíamos con la mano las cagarrutas de los conejos y nuestras palmas se quedaban llenas de un polvo seco que era puro pimentón, pasado, eso sí, por el aparato digestivo de los conejos de monte.

Aquellas noches había que encerrar a los nobles dogos que guardaban la Casa Grande. Ena se llamaba la perra madre. Los cachorros blancos y negros eran de una belleza conmovedora.

El monte estaba lleno de caza menor y la sala de trofeos de la Casa Grande de cuernas de venado y colmillos de jabalís. Caza mayor nunca vi, pues debía de haberse extinguido. Sí me topé en cambio con liebres, lepóridos libres de mixomatosis, tejones, lirones y jinetas. La voracidad de los zorros obligaba a cuidar muy mucho del estado de las vallas y cercas de los corrales de gallinas, pavos y patos y de las cochiqueras de los cerdos. En las cocheras había jaulas colgadas de las paredes con hurones que se utilizaban para cazar los conejos en sus madrigueras y también otras con perdices para reclamo.

(dibujo G. García-Saúco)

Las salamanquesas de las paredes, los lagartos de las peñas y los alacranes que salían a la luz cuando los tractores preparaban los barbechos eran víctimas de mi curiosidad de aprendiz de naturalista, que demandaba observar los ejemplares presos en los tubos de cristal que quedaban vacíos de aspirinas o tabletas okal.

De noche, las salamanquesas eran verdaderas artistas comiendo los mosquitos que acudían a las raquíticas luces que arrojaban bombillas de 60 vatios.

En jornada de caza oí pegar un tiro involuntario a un precioso perro perdiguero y también vi llorar a su amo, un catalán de la familia propietaria de un cava hoy famoso, parientes de la dueña de la dehesa. También tenían un caniche que bebía café con leche.

Mi otro afán naturalista, nunca satisfecho, era intentar reproducir en casa los acuarios que el mar formaba al retirarse de las rocas que separaban la pequeña ensenada de la gran playa de arena. Me fascinaba esperar a que la ola marchase para correr, costaladas de por medio a causa del verdín de las algas, a observar el pequeño y perfecto mundo de algas, peces, cangrejos y caracolillos de mar que quedaba visible, hasta la siguiente ola, en los huecos horadados en las rocas volcánicas…

(dibujo Gonzalo Gil)


Comentarios

  1. Qué bien sientan los recuerdos bonitos, aquellos con los que nuestra memoria se estrenó. Me has llevado a mi infancia,hasta el rincón en el que mis trenzas rubias adornadas con grandes lazos blancos reposan, gracias.

    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Benditos santorrostros que amenizaban las noches estivales. ¿A dónde han ido las luciérnagas, que ya no veo guía en la oscuridad? Besos.

    ResponderEliminar
  3. La fortuna de vivir en el campo nos convierte durante la infancia en detectives. Magnífica descripción naturalista y con más talento narrativo que Gerald Durrell.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Qué gozada de lectura.
    Los que habitamos las ciudades y nunca tuvimos un pueblo en el que aprender, somos unos verdaderos incultos en algunos temas.

    Gracias por compartir.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  5. Magnifico tu escrito amigo mío... es un regalo tu escritura para mi.
    Recordando el ayer y reviviendo el contacto con la naturaleza, se vuelve a la infancia donde aprendimos más sobre la naturaleza que en el colegio en clase de ciencias naturales.
    Fueron clases teóricas y practicas.

    Un abrazo de MA, desde tierra granadina y feliz día.

    ResponderEliminar
  6. Toda una descripción de aquel lugar. Tantos recuerdos bien detallados.
    Saludos
    David

    ResponderEliminar
  7. Siempre es un placer leerte. Tus recuerdos están llenos de encanto, experiencia y ternura.


    Un abrazo

    ResponderEliminar
  8. Me gustó dejarme llevar por tu relato, lo disfruté muchísimo
    Saludos

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Pienso que l@s comentarist@s preferirán que corresponda a su gentileza dejando yo, a mi vez, huella escrita en sus blogs, antes bien que contestar en mi propio cuaderno. ¡A mandar!

Entradas populares de este blog

Antiguo muchacho

Granada: Casería de Los Cipreses. Recuerdos en azul y blanco.

¿Por qué escribe usted?