Mis abuelos por parte de madre
(mi abuelo en 1955)
Mi abuelo Enrique era elegante, siempre con chaleco y leontina, sombrero
y bastón con puño de plata. Tenía los ojos azules, la tez muy blanca y el pelo
rubio claro. Bien parecido, gustaba de tertulias y espectáculos. Dicen que era
muy aficionado a las señoras.
Una vez me llevó al Aliatar Cinema a ver una
película clasificada 3‑R (mayores con reparos) . Fue nuestro secreto. En la taquilla le dijo muy serio
a la encargada que su nieto pagaría las entradas. Yo le miraba confuso y él,
con la contera de su bastón, tocó mi hombro y me llamó “mal pagaor”. Murió
cuando yo tendría doce o trece años. Alguien me habló entonces de parientes
ilegítimos. Cosas de pueblo, supongo.
Mi abuela Emilia fue toda una belleza de joven.
De mayor, diabética insulinodependiente. Presumida, siempre. Recuerdo al practicante hirviendo la jeringuilla, que tenía el émbolo
azul oscuro, mirando al trasluz cómo la gota del fármaco asomaba por la punta
de la larga aguja que había sacado de su cajita de acero brillante. Mi abuela
suspiraba mucho y tenía mucha sorna. Mandaba en la casa y dejaba en paz a su
marido. Debieron firmar un tratado de no agresión.
Doña Emilia vivía en un mundo coqueto y
femenino, cuidada por una hija solterona y por un nutrido servicio doméstico.
Cocinera, doncella, asistentas, planchadora, costurera. Los hombres de la
familia no entraban en sus habitaciones, y mucho menos en su cuarto‑tocador o
en su baño. Yo sí entraba algunas veces en el gineceo de la abuela, seguramente
por no contar oficialmente aún con uso de razón. Nunca he visto ni veré nada tan...
genuínamente femenino. Centenares de potes, tarros y frascos de cremas, pomadas
y polvos. Infiernillos para calentar tenacillas, bigudíes, una hilera de barras
de labios, cajas y cajas de medias de seda, untes de brillantina para el pelo,
tintes de todas clases... Los perfumes, franceses y en delicado cristal de
roca, ocupaban una mesa entera.
Doña Emilia llamaba constantemente a su hija
solterona “MariquillaLuisa” y la atosigaba tratándola con guasa de “coneja” y
“luchona”. La tía María Luisa murió con el juicio perdido y su mirada de niña.
Todos sus sobrinos somos deudores del inmenso cariño que nos dio en vida.
(mis abuelos en la Casería de los Cipreses)
Comer en casa de los abuelos era un ritual
arábigo‑andaluz, refinado y de enorme variedad. El abuelo, en las comidas y en
todo lo demás, hacía vida aparte. Comía, solo, a la una de la tarde. Mantel de
hilo y encajes, flores en el centro, lavamanos de plata y cristal de bohemia.
Jamón de las Alpujarras cortado con tijera en pequeños dados. Uvas moscatel
peladas y sin pepitas. Chanquetes y boqueroncitos de Málaga. Su pescado
favorito era la merluza blanca del Mediterráneo, en Granada conocida como
“pescá” de Almuñecar.
Como quiera que no había frigoríficos eléctricos y, hasta que se montó
en Maracena una fábrica de hielo en barras, éste se bajaba de los neveros de
Sierra Nevada, creo que en seras o espuertas a lomos de mulas.
Don Enrique comía poca carne, apenas sí una chuletilla de choto al
ajillo, o unos riñoncitos de corderito lechal. También sesos y criadillas
rebozadas y fritas. Para postre prefería la fruta de la estación y de sus
huertas, aunque también le vi tomar piononos de Santa Fe, o pastelillos
llamados “felipes” y “bizcotelas”, que se compraban en La Campana o en los
López‑Mezquita. Dormía un rato la siesta y se iba a su tertulia, me parece que
en el Centro Artístico.
Antes de cenar, si el tiempo y la estación eran
propicios, Miguel el chófer le acercaba a Los Cipreses y allí la tertulia se
hacía bajo una gran higuera, en un paseo de naranjos que estaba orientado a
poniente. Charlaban y contemplaban la puesta de sol los notables de Maracena. A
uno lo llamaban “El Cachorro”, a otro “Pepico el del Encerraero” y a otro
tercero “El Pitute”.
Quizás compartió también tertulia con mi abuelo
el cura del Cerrillo de Maracena, a quien mi padre años después ayudó a
mantener la pequeña iglesia, a la que donó la custodia.
Hablando de curas, los domingos acudíamos a misa de doce al Cerrillo,
que lindaba con nuestra finca, vía del ferrocarril por medio. Una vez me caí
por un balate, que es el borde exterior de una acequia y me hice un chichón
importante. La tata Mariana decidió poner un duro de plata de los llamados
cabezones encima de uno de los raíles del tren. Pasó un tren, el duro se puso
al rojo vivo y, envuelto en un pañuelo, me lo apretó contra el chichón. Aseguro
que fue mano de santo, pues el bulto de la frente se redujo a la nada en un
santiamén..
Quizá Granada y Macondo no caigan tan lejos. Besos.
ResponderEliminarMuy interesante, ha sido todo un paseo en el tiempo, como si estuviera viendo una película. Lo cierto es que cada vez entiendo mejor la filosofía de tus abuelos, es naturaleza humana, a ciertas edades ... cada cual a lo suyo. Y lo suyo resultan cuestiones diametralmente opuestas, pero no existía el divorcio, ni falta que hacía, bastaban los acuerdos tácitos.
ResponderEliminarMe pido el papel de tu abuelo, mucho más divertido, sin lugar a dudas, eso de los afeites a ciertas edades me parece pueril. ¡Será mi vena masculina la que escribe! Jajj, la femenina la tengo sojuzgada jugando a las casitas, la muy tonta. Bsss.
Ahhh... que recuerdos me traen tus fotografía sepia... Debe ser por eso (entre otras cosas) que te tengo afecto (He quedado como dios)
ResponderEliminarCONTINÚAN SUS RECUERDOS.
ResponderEliminarUN ABRAZO
Trozos de vida, la tuya Manuel, parece que buena y con unas vivencias muy interesantes. Tu abuelo un hombre elegante y atractivo, supongo que las mujeres se lo ponían bastante fácil, de ahí tal vez su afición al escarceo, también un bon vivant, que dirían los franceses, me gusta su estilo. Describes perfecto los lugares, los momentos, nos llevas a ellos. Un placer leerte.
ResponderEliminarBeso
Es genial.
ResponderEliminarTu abuelo era un dandi con un interés por la aventura y el espíritu de conquista que has heredado.
No entiendo que desapareciera el chichón con algo rusiente en vez de poner hielo que es vaso constrictor y reduce la inflamación y el riego sanguíneo, pero si dices que funcionó, te creo.
Me gusta el rol familiar de tu tía Mª Luisa, soltera sin motivo de pena o burla ni de mujer no realizada, qué tiempos en los que se estigmatizaba a quienes entraban en años sin casamiento.
Si tu abuela llega a saber que cuentas públicamente cómo era su tocador, de la puerta no pasas, te lo digo yo.
Un texto muy evocador que nos conduce entre lo majestuoso y lo desaparecido. Me ha gustado Manuel.
Un abrazo.
S.O.S.
ResponderEliminarDesde que llegué a Granada me obsesionó la belleza de Los Cipreses. Poseía la engañosa sencillez de la armonía conseguida. Elegancia que sólo se consigue cuando todos los cánones se conjugan sin distorsionar el orden de los planetas.
El que fuera cortijo de tu infancia está en inminente peligro de desaparición. Ese lugar, por el que pasaron romanos y árabes, adquirió identidad y nombre propio cuando tu familia lo ocupó. Ayúdanos a salvarlo.
M*
Yo he denunciado el abandono del cortijo ante varias administraciones y no se hace nada,la sombra de la especulación se cierne sobre él,algo incomprensible cuando está catalogado como patrimonio histórico.
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