Veraneos al viejo estilo
( Autor y hermana, del álbum familiar )
( capítulo primero )
Por disposición paterna mi familia veraneaba un año en Granada y otro en la dehesa de Campoamor, provincia de Alicante. Veranear significaba pasar fuera de Madrid los tres meses del estío, más una propina hasta bien entrado octubre, hora de enjaularse en el colegio.
La dehesa era propiedad de unos amigos de mis padres, sin hijos. Dos mil quinientas hectáreas de pino carrasco, lentiscos, algarrobos y almendros, con costa propia, en medio de aquella España pobre y autárquica. Aún no se olfateaba la llegada del turismo ni los villanos atentados contra la ecología y el buen gusto que traería de su mano el estirón económico de manos puercas. ¡Torres de hormigón a orillas del mar! ¡Habráse visto!
Fuimos, sin saberlo, la última generación que pasó sus vacaciones al viejo estilo. Nadie nos obligaba a estudiar idiomas o cosas útiles para el futuro. El tiempo, infinito, era todo para nosotros. Aprendimos a no hacer nada, como enseña el Tao. A no hacer-haciendo.
La vieja casa ,con más años que un palmar, quedaba retirada del mar. Una tartana con una mula nos llevaba al baño diario en la caleta de la playa Yo solía ayudar a Pepe, “el de la tartana”, a enganchar la mula al carruaje, operación que requería tener muchas manos, y más para un crío de ciudad.
Cabe al mar,cambiábamos nuestras ropas en una casita que llamaban “La Barraca”, que tenía un aljibe con agua dulce. “La Barraca” estaba decorada con redes, boyas de grueso cristal verde, salvavidas de corcho y estrellas y conchas de mar. La hélice del motor fuera de borda se sumergía, para protegerla del salitre, en una gran barrica con agua dulce. Después del baño en el mar nos quitábamos la sal de la piel por el sencillo procedimiento de verternos encima el agua de unos barreños templados al sol en el patio de la barraca.
Algunos días la yaya Sagrario llevaba a la playa unos cestos de mimbre para alargar los baños hasta la noche. Tortillas de patatas, filetes empanados, ensalada de pimientos rojos y verdes, sandías y melones puestos a refrescar en lebrillos con barras de hielo cubiertas con sacos. Higos y brevas dulces, albaricoques de secano, melocotones pequeños y prietos. La siesta se dormía en colchonetas de paja sobre el suelo empedrado de guijarros y cantos rodados del porche de la barraca.
( capítulo segundo )
Aquellos calurosos y asilvestrados veranos de mil leguas imprimían carácter. La luz de Levante y la cálida naturaleza de una finca de monte bajo mediterráneo, con sus bancales de labor, invitaban a vivir a la pata la llana. Sin más contacto con el mundo de afuera que los viejos aparatos de radio que sólo recibían, y eso por la noche, emisoras árabes del otro lado del Mediterráneo y, nunca supe por qué, Radio Andorra. Una voz puntiaguda de una chica cantaba “aquí Radio Andorra, emisora del Principado de Andorra”. Yo me sentía bienaventurado y en mi elemento. Había caído de pié en una especie de rústica felicidad que adormecía los espíritus pero mantenía bien abiertos mis sentidos.
En mi colegio apenas si mandaban tareas para el verano, salvo la de rellenar un cuaderno de vacaciones y el ritmo de cada jornada era muy parejo al propio de los labriegos y jornaleros, cuyas familias vivían en casas diseminadas por la dehesa. Las faenas del campo marcaban el día a día. Cuando empezaba el veraneo era ya la época de trillar con mulas en las eras, la de recoger tomates y pimientos, melones y sandías, y las frutas y verduras de las huertas que se regaban con agua de pozos y acequias.
Si la cosecha de tomates y pimientos era muy grande, las mujeres de los jornaleros se afanaban en abrirlos por mitades y extenderlos a secar al sol en las eras, cuando éstas habían cumplido ya su función y el grano estaba recogido y entrojado. Algunas noches era preciso y precioso tirar cohetes en las eras para provocar que los conejos salieran disparados y dejasen de comerse los pimientos ya medio secos. Recuerdo muy bien que, a la mañana siguiente, deshacíamos con la mano las cagarrutas de los conejos y nuestras palmas se quedaban llenas de un polvo seco que era puro pimentón.
Eran noches en que habíamos de encerrar a los dogos que guardaban la Casona. Ena se llamaba la perra madre. Sus cachorros, blancos y negros, eran primorosamente bellos.
( continuará... )
qué suerte tuvimos algunos... El tiempo, parecía infinito, es cierto que lo era todo. Aún recuerdo esa sensación de no-hacer-haciendo... jejeje... Besos Sr Rojas :)
ResponderEliminarQué hermoso relato! Es cierto, los veranos al viejo estilo transcurrían lentos, eran un no hacer-haciendo delicioso. Me hizo acordar a mis veranos en la Costa Atlántica y a mi madre llevando una canasta con frutas a la playa, comiendo pescado hasta empacharnos y dejando escurrir el tiempo como la arena entre los dedos de los pies. Qué decirte! Me encantó y espero la continuación...
ResponderEliminarSaludos emocionados van
MUY CIERTO BROTHER!!!
ResponderEliminarUN ABRAZO
Amerita la continuacion amigo!!
ResponderEliminarQue bellos recuerdos.
Un abrazo.
Muy interesante. Bella y estilosa hermana. Bss.
ResponderEliminarQue veranos mas auténticos., yo viví cosas parecidas pero de camping..
ResponderEliminarSaludos
En 1975, año en que mi padre Juan Tárraga me llevó por primera vez a LA BARRACA, tenía yo diéz años recien cumplidos,diéz años de los de antes, de los de calzón corto y baño despues de hacer la digestión. Mi padre, hostelero de pro en el vecino San Pedro del Pinatar decidió ampliar el negocio familiar transformando aquella casa donde Manuel se bañaba en el restaurante que ahora es.Un calderito?
ResponderEliminarUn abrazo
Entonces...¿Eres hermana de Quique Tárraga Escudero?
ResponderEliminar¡Qué amable!
ResponderEliminarLlegué a esa zona, consciente al menos, cuando ya había chalets, y allí veraneaban amigos de la familia. Nuestro largos, cálidos y lentos veranos, se desparramaban por toda aquella zona, hasta que octubre nos devolvía al cole...
ResponderEliminarMe gusta sentirme unida a ese tiempo que cuentas tan bien y con tanto cariño que traspasa la piel. Mi beso nostálgico.