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Mostrando entradas de marzo, 2013

Murcia no es París

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(el autor en Murcia) Murcia es lo contrario que París. En los pagos murcianos anida el ruido y la furia, la moral ciudadana se evaporó en los años burbujeriles y la gente quiere ser rica y no culta. Esto último me lo dijo, tal cual, Tony, el recepcionista nocturno del Hotel Neptuno. La inteligencia de mis improbables lectoras hace innecesario aclarar que me refiero a la moral de las instituciones y partidos de aquella región y no a la moral individual de cada persona, que ni quiero ni puedo juzgar. Como no me duelen prendas, ni me pienso volver a casar con nadie ni por la Iglesia ni por lo civil, tengo que decir que he notado a París más guarro de lo propio de la Ville de la Lumiére. Se lo comenté al hombre francés, pero que ha estudiado en Colombia, que me transportó a Orly para tomar el avión de vuelta y me dijo lapidariamente: —“los inmigrantes no cuidan las cosas”. No comparto el comentario xenófobo del taxista parisino, pero, como buen escritor de moral y de costumbres

París - Murcia

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(El autor en París)                                                       - PARÍS - El coqueto hotelito del distrito XVII ème tenía dos recepcionistas que se turnaban. La de alba tez y bellos ojos se llamaba Mathilde. La otra no. El hotel es el Villa Eugenie, 167 Rue de Rome 75017 París. Más, héteme aquí que, quien aconsejaba certeramente en materia de gastronomía y transporte era la otra. La menos agraciada de las dos. La cena en el bistrôt Le Clou, fue exquisita. El nido de hongos salvajes con un huevo poché todavía hace que mis espartanas glándulas y papilas guatativas manen jugos por el recuerdo de semejante prodigio. El plato de resistencia me recordó tiempos pasados en Aquitania. ¡Vaya lubina al horno con una muselina de echalotas! El vino, del Languedoc, no me dijo gran cosa. Olía mejor que sabía. Le Clou está en el número 132, rue Cardinet. Hay que bajarse en la estación de metro de Malesherbes, línea nº 3. Ahorro a mis improbables lectoras la descripción

Escenas matritenses

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Escena primera Lluvia y frío. El encargado de Linogar , tienda de ropa para la casa, me para por la calle: — Don Manuel, hace mucho que no vemos a su mujer por la tienda. Sonrío y le digo: — Es natural. Tampoco yo la veo por casa. Hace tiempo que me dejó. ¿Cómo van las ventas? Me dice: — Regular. Era mejor local el anterior, el de la esquina de frente por frente. Además… ¡con la que está cayendo! Sigue el hombre con sus cavilaciones. Me mira hondo y suelta: — De todas formas, a mí lo que me gusta es el toro. Me quedo de muestra, cual perro perdiguero que ha venteado una liebre: — ¿El toro? Pregunto con prudencia. Sigue: — Si, Don Manuel. Aunque trabaje en el comercio, yo soy mozo de espadas. Me enseña su carné profesional del sindicato correspondiente. No me cuesta mostrar curiosidad: — ¿Lleva usted ahora a algún matador? Inmediatamente me doy cuenta de que he confundido los oficios de mozo de espadas y de apoderado. Pero ya no tiene arreglo. S

¿Por qué escribe usted?

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( Lartigue. Bibí 1920) Me lo pregunta una señora en el Círculo de Bellas Artes: — ¿Por qué escribe usted? Me viene a la cabeza la cabeza la respuesta que dieron a tal cuestión gente muy principal en este oficio, egocéntrico donde los haya. Bryce, García Márquez y Onetti contestaron que escribían para que les quisieran, para ser queridos. Para que les queramos nosotros sus lectores. Pero no caigo en esa tentación, yo que normalmente caigo en casi todas. La dama que interroga tiene ese acento que se prende en la garganta de las mujeres que empiezan a dudar si merece la pena seguir siendo fieles a un marido que solo sabe ir al trabajo y al cuarto de baño. Son las ocho de la tarde, Madrid tiene por cielo un hongo de atómica contaminación y el vino que sirven en el sarao literario es ácido como la vida misma. Debe ser cosa de los recortes que perpetran los palurdos neoliberales que predican con el ajuste en cabeza ajena. Los cocktails literario ya no son lo que era

Crueldad veneciana

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(fotos tomadas por el autor) Durante la cena, a medida que la noche se cerraba, la confidencia de aquella mujer con roja mata de pelo rojo se iba transformando en cruel descripción, con pelos y señales, de su infidelidad para conmigo.  Y conste que de   ella, mutable cual pluma al viento, mi razón no esperaba sino unas migajas de calor. Apenas eso. A pesar de mi convicción intelectual, jamás me había sido dado imaginar que la hiel de su confesión fuera tan amarga, y tan honda la daga que me rasgó en dos. En aquella cena en la trattoria Da Ernesto en Venezia, la diosa de la roja mata de pelo rojo, en el fragor del champagne Taittinger, me invitó a contemplar en su teléfono de bolsillo una foto de su amante ultramarino. (en la amarga cena) Airado, rehusé su ponzoña y salí a la puta calle a llorar un cigarrillo. En el camino de vuelta al hotel, ambos en marmóreo y civilizado silencio, se me hizo evidente la imposibilidad de pasar con ella aquella amarga

Diálogo entre sexos

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Con la noche a medio hacer, escribo a ella:  — Mi cuerpo se pasea por la habitación llena de libros, versos y nada de ti.  Ella me responde:  — Así lo quisiste tú.  Replico:  — Esto quise de ti: ¡que fueras cuanto no has sido!  Al clarecer el día, recibo este mensaje de ella:  — ¡Siempre quedan asuntos pendientes!  Envié esta pregunta por respuesta:  — ¿El polvo del reencuentro tal vez?     Ella no demoró su respuesta a mi sutil planteamiento sobre la celebración del reencuentro con un buen revolcón:   —Esta noche, querido, no puedo acompañarte…caigo rendida, también sola como tú. Somos dos, solos y tontos.   Un caballero como el que suscribe contestaría tal y como lo hice yo:   -Descansa como si la vida te fuera en ello ¡Qué inútil ser dos!   Ella mensajeó su réplica:   —Cierto, hay que ser más simples, ser uno en lugar de dos.   Rematé la faena con un adorno por alto:   —¡Qué cansancio ser dos inútilmente! ¡Que tengas un buen día!