Madrid en gris (capítulos cuarto y quinto)


( autor y hermana en el parque de El Retiro )


Capítulo cuarto

La calidez que no encontré en el colegio, probablemente porque los colegios no están pensados para ser cálidos sino para meter dentro de las estructuras de la sociedad a los chavales, sí anidaba en nuestra casa, en el 3º izquierda de Claudio Coello 38. Era y es un edificio como tantos otros, y no de los más nobles, del barrio de Salamanca de Madrid. Supongo que data de primeros del siglo XX, con una arquitectura anodina, un portal sin mérito alguno y la estructura clásica concebida por el marqués de Salamanca.

A saber, en mi barrio los inmuebles suelen tener una escalera prin­cipal, con su ascensor, que en nuestro caso era de la firma Munar y Guitart, y otra escalera de servicio con un montacargas, a fin de dar acceso a pisos de segunda categoría, esos que no tienen balcones a la calle sino ventanas con vistas al llamado patio de manzana. Quiere decirse que aquel inmueble era una espe­cie del “up and down” de los edificios ingleses, pero en horizontal.

Las familias más pudientes vivíamos en los pisos exteriores y las menos en los pisos interiores que, en el caso de Claudio Coello 38, eran muy luminosos, puesto que el patio de manzana es inmenso. Según fuera su orientación, resultaban incluso más agradables, por su luz y su silencio, que los pisos exteriores propiedad de los “seño­res” más principales.
El marqués que construyó nuestro barrio tenía una gran fortuna, que se jugó con variada suerte en diferentes aventuras empresariales. Fue Ministro de Hacienda, y de Justicia, con Isabel II. Pagó la deuda nacional con su propio dinero. Fundó los ferrocarriles españoles. “Fichó” para su palacio de Madrid, en el paseo de Recoletos, al cocinero del Zar de todas las Rusias. E instaló en él la primera bañera de agua corriente que hubo en Madrid.





Arriba cuento que en Claudio Coello 38 había dos ascensores, el principal y el montacargas de servicio. Con ambos tuve experiencias inquietantes y repetidas. Cuando subía yo solo, una vez apretado el botón del tercer piso, el “elevador” no obedecía la orden y seguía subiendo al cuarto, al quinto, y al sexto, en donde rebotaba en algún tope anclado en el techo. Entonces em­pezaba una caída que nunca era excesivamente rápida pero sí constante y alarmantemente progresiva. Me daba tiempo para pensar si en esa ocasión el trom­pazo sería grave. Ensayé y perfeccioné una técnica que consistía en dar un salto de forma que anulase el porretazo contra los grandes muelles del armazón exterior del ascensor. También me hice diestro en la práctica de abrir las puertas interiores y exte­riores del ascensor y bajarme en marcha. Para ello era necesario pulso y cálculo, pues en aquella operación de desalojo el artefacto volante había de coincidir exactamente a ras de un piso cualquiera.

Estas aventuras “ascensoriles” no me han producido pesadillas con escalofríos y sudores y esas cosas que se leen en los libros. Cuando las recuerdo, tantísimos años después, me doy cuenta que me pude haber matado. Sencillamente. Pero no sueño con ello.

En Claudio Coello la vida familiar era plácida. Como yo soy el sexto de los hermanos fui naturalmente educado por los mayores y, sobre todo, por la yaya Sagrario en quien mi madre, que bastante tenía con ir pariendo a todos sus hijos y con aguan­tar el carácter de mi padre, delegó nuestra educación. Tan es así que al nacer mi hermana Nita, que me sigue a mí en la escala, cuando en la clínica bajaron a la criatura del nido se apoderó de ella la yaya Sagrario y preguntó a mi madre, postrada en cama después de su octavo parto, más varios abortos espontáneos entremedias, si de la niña se iba a encargar la señora o ella “como siempre”. Mi madre se limitó a mirarla con ojos de dolorosa sin decir ni pío.


Capítulo quinto


El sistema funcionaba porque el sueldo que entraba en casa, que no podía ser grande funcionario del Estado como era mi padre, bas­taba para las necesidades de familia tan numerosa, administrada con austeridad. No me olvido de lo que heredó mi madre ni de algunos negocios atípicos en los que invirtió mi padre. Incluso nos podíamos permitir el verdadero confort de una casa de tantas bocas a alimentar, esto es, un buen servicio doméstico. En Claudio Coello, en sus épocas de esplendor, trabajaban hasta cuatro tatas internas y una asistenta que venía diariamente desde su castizo barrio de Lavapiés.

Además, se contaba con la ayuda de una modista y de distintos oficios que hacían que aquél hogar de postguerra funcionase como un reloj. Nuestras comidas y cenas estaban bien equilibradas dietéticamente y siempre se celebraban a horas fijas: el almuerzo a las dos y media y la cena a las nueve y media, todo ello en nuestro cuarto de estar “de los menores”. Los críos comíamos en la mesa de los mayores, en el comedor principal, solamente los días de fiesta o cuando se celebraba algún cumpleaños. Nuestra casa se dividía, mediante una puerta de cristales situada en el ángulo central del pasillo, en dos mundos separados. Los niños jamás traspasábamos la barrera de cristales, sin con permiso de la autoridad competente y a fin de saludar a las visitas, una vez convenientemente acicalados a tal efecto.

La casa tenía buena calefacción, central y de carbón, de las que todavía quedan algunas en el barrio de Salamanca. Todas las habitaciones con radiador, salvo la mía. No encuentro ningún motivo especial para sentirme discriminado, simplemente me tocó aquélla, el cuarto del fondo (en “cul de sac” dirían los fran­ceses) al que se accedía por otro dormitorio. Para entrar y salir de mi cubil, compartido muchísimos años con mi hermano José Ignacio, era preciso e inevitable pasar por el que ocupaban mi primo Pepe Ramos y mi hermano Miguel, que era el primogénito.


Que mi cuartito tan pequeño no tuviera radiador no era grave puesto que el piso estaba suficientemente caldeado. En algunas noches frías de invierno mi madre entraba, cuando es­taba ya metido en la cama, con una palangana recu­bierta de porcelana. Vertía en ella dos o tres dedos de alcohol y prendía fuego. El efecto era mágico: en un minuto el cuarto se ponía a 35 grados, supongo yo que por poco tiempo. Suficiente para coger el sueño con los carrillos colorados del calorcillo.

El pediatra familiar era el doctor Federico Rodrigo Palomares. Se parecía a Humphrey Bogart y era un santo. Nos vacunaba en fila, como en la mili. Y nos decía a cada hermano el tiempo que podíamos bañarnos en el mar. A ojo de buen cubero.

El invierno es siempre gris y más en los grises años de la posguerra. A este propósito leo en Günter Grass que el valor básico en la vida es el gris. Dice Grass que los valores absolutos, el blanco y el negro, sólo existen en realidad como una abstrac­ción. Para Grass sólo existe el color gris y la literatura debe inda­gar entre los distintos tonos de gris y tratar de percibir en ellos, sus matices. Será así. O no. Un pintor checo llamado Lüpertz dice que al artista le influye mucho más la luz de su calle que su nación. Amén.

Comentarios

  1. He empezado por lo reciente, pero te seguiré leyendo.
    Esos tiempos citados me han recordado la vida como se vivía, mas o menos afortunado cada uno pero creo que todas las madres pasaban por lo mismo.
    Aunque en cierto modo hacerte experto con el ascensor era correr un riesgo, me ha hecho gracia ya que conseguiste controlar sus caprichos.
    Un abrazo.

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  2. Y la primavera de tus palabras son acogidas con suma alegría. Saludos.

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  3. Me gusta revivir esos tiempos en tus textos. Y rememorar el barrio tal como era.

    Abrazos.

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  4. Desde luego conviene no olvidar nunca nuestros orígenes… Aunque sea sólo para confirmar de vez en cuando los pasos de gigante que hemos dado. Qué habría sido de ti sin la yaya Sagrario… Concuerdo con Grass: no creo demasiado en los absolutos vitalmente hablando. Por eso los absolutos tampoco me convencen demasiado en la literatura. Y, por el mismo motivo, también concuerdo con Lüpertz. Un escritor no sería nada sin su memoria personal, ésa que siempre lleva a la espalda aunque a ratos pese demasiado. Besos.

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