Madrid en gris (segundo capítulo)
(Madrid ayer triste...)
(... hoy triste y sucio)
Cuando llegaba la época de la fruta de hueso, sobre todo albaricoques, guardaba los güitos para irles frotando contra las fachadas de los edificios, desde casa hasta el colegio, de forma que, una vez conseguido desgastar la parte picuda del hueso, y después de sacar con unas pinzas la semilla, fabricaba un silbato que sonaba a todo menos a urbano.
En el colegio pasé once años de invierno y trámite sin saber que con la universidad llegaría la primavera. En cambio, sí sabía que había veranos y que éstos se llamaban Campoamor y Los Cipreses. Siempre fui estudiante de buenas notas, muchas veces de las llamadas “doradas”, porque tenían una orla o cenefa de purpurina que yo raspaba con una cuchilla de afeitar desechada por mi padre, a fin de guardar el dorado polvo en un frasco de cristal. Las notas llevaban sello de Don Andrés Pérez Asenjo o de Don Clemente Cerrillo, que eran los directores de estudios de pequeños y de medianos, respectivamente.
Apenas si puedo traer a la memoria la figura de algunos profesores, pero sí al cura Sedano, al padre Miguel y a un levita de Burgos por nombre Don José. Recuerdo al “Vinti”, así llamado porque en su clase de matemáticas decía “vinticinco”, “vintiséis”, “vintisiete”... Recuerdo a Don Genaro, que nos explicaba francés, con mal acento pero buena gramática y sintaxis, pues el método Perrier era espléndido. Me llevé bien con Don Antonio Apaolaza y gusté de sus explicaciones sobre historia del arte. Conforme avanzaban los cursos cada vez había menos religiosos marianistas y sí más seglares contratados.
Entre sobresalientes conseguí matrícula de honor en la reválida de cuarto, en la de sexto y en preu, con la nota más alta del distrito universitario de Madrid. Hoy es el día en que no sé para qué quería tan buenas notas y menos aún por qué quise darme tanta prisa en la Universidad y terminar Derecho en cuatro cursos. Mejor hubiera sido utilizar los cinco años de reglamento, agotando de manera natural la etapa más feliz de mi juventud, etapa que narraré, si lo hago, como cuento de primavera. Ya se sabe que todas las cosas cambian con la primavera. Crecen en hermosura.
Este relato de niñez y adolescencia transcurre en unas pocas manzanas del barrio de Salamanca, las comprendidas entre la Castellana, Goya, General Mola y Lista. En la esquina de Claudio Coello y Goya, se situaba el Bazar de la Unión, frente por frente con La Casa de las Maletas. En la esquina de más arriba, Claudio Coello con Hermosilla, estaba el Teatro Infanta Beatriz y en el adoquinado se veían los raíles de un tranvía que ya no subía por Hermosilla pero que continuaba “rielando” por el paseo de La Castellana.
La vaquería La Vegamiana estaba en Hermosilla 22 y la farmacia de Goya lindante con La Casa de Las Maletas era de una licenciada apellidada Bagazgoitia. Los patios de nuestro piso eran tres, con sus olores a berza y cocido, sus ruidos familiares a máquinas de coser Singer y el permanente soniquete de fondo de Radio Madrid y la copla española. También deambulan por mi cabeza las sombras de Avelino el fumista, de Valentín Bule, el electricista, de Pedrito el colchonero, de Manolito la Lastra, pedicuro de mi madre, y de otros curiosos personajes como Damián el carpintero. Tipos más propios de un Madrid galdosiano que del Madrid de hoy, remedo de nada. Manolito la Lastra y Juanito Matarín fueron los primeros homosexuales que vi en mi vida. Matarín se vistió de mujer en el curso de una fiesta de mayores celebrada en casa. Por lo visto había sido ayuda de cámara de un viejo aristócrata o príncipe ruso y terminó cosiendo muñecas criollas vestidas a lo Carmen Miranda.
Somos del mismo barrio.
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