Granada: mi niñez con mi memoria
Granada: mi
niñez con mi memoria
(Capítulo primero)
Rapaz aún, un
septiembre incandescente me bajé a vivir a los dentros del gran aljibe.
Días antes había escuchado un pregón mercantil, aguas arriba del paseo de Los
Tristes, cerquita ya de la alameda que esconde la fuente del Avellano:
¡Galápagos para el aljibeeeee!, gritaba el gitanillo.
Los quelonios en venta se amodorraban en capas estratificadas dentro de un
cuévano de mimbre. El pequeño vendedor había ingeniado una especie de
vol-au-vent o milhojas. Una capa de galapaguitos y otra de juncos. Otra de
tortuguillas de agua y una más de llantén. Tritones y alfábegas. Así hasta el
fondo de la cesta. El pregonero humedecía el hojaldre sumergiendo de cuando en
cuando el canasto en la fuente del Avellano.
Me gustó mucho asistir a un rito bautismal diferente, practicado por mormones,
adventistas del séptimo día, pentecostales y otras hierbas cristianas. Esto lo
supe más tarde.
Era fama que el agua de aquella fuente sanaba, de pura y fresca, cuarto y mitad
de los males de cuerpo y espíritu. Especialmente recomendada para la melancolía
y el mal de la conformidad. Esto otro servidor lo sabía desde siempre.¡Anda que
no!
En vista de la inutilidad de mi familia para desentrañar el sentido del pregón,
decreté que era menester descender al fondo del aljibe en visita de inspección
galapaguil.
Granada: mi
niñez con mi memoria II
(Foto Masao Yamamoto)
(Capítulo segundo)
El pozo, el
rebosadero, la entrada de las aguas de escorrentía y la boca de la acequia para
las de riego eran los cuatro accesos al aljibe. Hice planos, calculé alturas,
sopesé riesgos y cavilosamente elegí la compuerta de la acequia. Bien sabe Dios
que también busqué la entrada de las aguas pluviales, pero no di con
ella. Al aliviadero mi cuerpo de muchacho no llegaba, incluso subiéndome a la
escalera de palos que usaba para coger higos maduros de las empinadas copas de
las higueras más altas. Altas eran de tanto mirar al Mulhacén.
No todos los
aljibes pueden rellenarse con agua de riego. Mas, siendo los veranos sureños
tan parcos en lluvias, es sistema recomendable aunque empeore muy mucho la
calidad del agua y conlleve la necesidad de hervir ésta para beber. En la gran
casa de la finca Los Cipreses la grifería era inglesa, por nombre Twiford, pero
el agua era indígena. Así pesqué yo el tifus o lo que fueran aquellas fiebres
delirantes que me revelaron otros mundos, alejados del sistema métrico decimal
y de la lógica aristotélico tomista. Doy gracias por ello, aunque de aquellas
me quedé con el cuerpo hecho unos vendos y con un palmo más de alto. ¡Palabrita
del niño Jesús!.
La del alba sería cuando descalzo y en meyba repté por la acequia y me tiré a
lo oscuro. Me profundí en lo hondo. Chichones apenas si me hice, que lo peor
fueron las machacaduras, raspaduras y excoriaciones en rodillas y codos. Había
calculado mal y el gran recinto aljibarero , de paredes revestidas de ladrillos
ensamblados con argamasa y revocados con arena de miga y tierra, tenía poca
agua y mucha hondura.
Granada: mi
niñez con mi memoria III
( capítulo tercero )
Palpé mi
cuerpo con la destreza que presta la intimidad de la infancia con costalazos,
magulladuras y otros herimientos. Nada grave me ocurría. Sentado de culo y con
las patas cruzadas estilo yogui el agua me llegaba a las tetillas. Fría como un
nevero de la Sierra Nevada.
Una vez que
pude ver en la oscuridad como sólo gatos y niños sin dioptrías pueden hacerlo,
¡tate! allí estaban, en aquel acuario para ciegos, las cabecicas de los
galápagos, por cima del ras del agua de esa catacumba. Dos ojos, un pico boca y
el lomo córneo del caparazón. No me preocupó contar si había muchos o pocos.
Eran suficientes y bellos. Nadaban lo justito, sin fatigas . Viven, dicen,
muchos años. Por algo será.
Quieto como un
marmolillo, los bichos me miraban tal que yo a ellos. ¡Qué bonicos eran! Pasó
tiempo, esa clase de tiempo que no se mide con reloj, que no teníamos allí
abajo, ni ellos ni yo.
Me entró el hambre y me acordé del desayuno que, de puros nervios, no había
tomado. Pasarían almuerzos y cenas sin mí. ¡Lástima de la libra de chocolate
Matías López que perdí cuando bajé al centro de la tierra! En el bolsillico
abotonado del traje de baño encontré dos esquejes de palo dulce a medio chupar.
Ni una hebra quedó fuera de mi aparato digestivo.
(El autor en la
Casería de Los Cipreses)
Granada: mi
niñez con mi memoria IV
(El autor en la
Casería de Los Cipreses)
(Capítulo cuarto)
El hambre se
me fue con el frío. Azules los labios, azules las uñas. Sueños azules también:
me cristianaban tanto por sumergimiento como por efusión e, incluso, por
aspersión, y la agüita de la fuente del Avellano me convertía en un luterano
panteísta con cabeza de evangelista. Si dejaba de soñar en azul y volvía el
hambre roja y el verde frío, movía los brazos de delante hacia detrás tres mil
veces y me venía la paz.
Había
determinado pasar tres días, con sus noches, en el húmedo seno de nuestro viejo
aljibe. Al final de la prueba los galápagos y yo no teníamos secretos, salvo
los compartidos. Aprendí que comen las larvas de los gusanos de agua y de los
zancudos y jejenes. Que duermen más de un cuarenta por ciento de cada ciclo de
cuarenta y ocho horas, apoyando el claro envés de su caparazón en el poyete que
rodea el rectángulo de la doméstica agua. Hacer el amor no les vi, pero deduje
que se acoplan como todo el mundo, moscas incluidas. Doy fe de que su cortejo
nupcial es difícil de presenciar.
Lo que aprendieran los quelonios chiqueticos de aquel muchacho iluminado y
obstinado, enjuto y ojeroso, triste y ascético, de ojos brillantes como los de
un derviche, sólo ellos lo saben, que algunos viven todavía. Así lo creo porque
hace poco reincidí contumazmente en el experimento de antaño. Reconocí a los de
mi generación. También ellos a mí, como denotaba el brillo de sus ojos.
Granada: mi
niñez con mi memoria V
(El autor en Helsinki)
(Capítulo quinto)
Imité su quietud. Si dejas que tu sangre baje a 35º, ya no tienes por qué
moverte ni pensar ni desear. Las ondas del agua reverberaban en la bóveda negra
que sirve de cielo a las tortuguitas de pozas y aljibes. A la noche segunda la
luna en lleno de septiembre estalló en la caverna de agua. Entraba por el
brocal del pozo y se rompía en mil luminiscencias espectroscópicas. Me sentí
aupado hasta las estrellas a pesar de estar tieso como un ajo.
Los beneméritos Quintero, León y Quiroga calcaron mis lunáticos sentimientos de
aquella noche en su copla, gloria bendita y de gran nombradía, “Ay pena,
penita, pena”:
“Si en el firmamento poder yo tuviera,
esta noche negra lo mismo que un pozo,
con un cuchillito de luna lunera...”
No vi peleas ni injurias. Nadie se querellaba contra sus semejantes. Las larvas
eran engullidas, pero siempre dejaban algunas para ser fruto adulto. Aunque
éste fuera un cabrón de zancudo que alargaba la vigilia de la larga noche de un
niño ya de por sí en vela. De zagal sabía que nunca un mayor ayuda a conocer lo
que importa. Enseñan lo accesorio. Obligan a practicar lo secundario. De lo
principal se encargan las añas, el amigo que fuma y cambia revistas de
señoritas en cueros y, más tarde, las mujeres del arte horizontal.
( óleo de George Owen Wynne Apperley, Ventnor, Isla de Wight, Inglaterra, 1884 – Tanger, 1960 )
Granada: mi niñez
con mi memoria VI
(Sexto capítulo)
Los de la casa grande me buscaban a gritos. Con los ojos cerrados, no oía las
voces, sólo sus ecos, que nada significan cuando estás aprendiendo a
sobrellevar la fútil inconsistencia de la vida y costumbres de los hombres
hechos.
A la tercera noche salí trepando por la soga del pozo que amarra el cubo y se
enrosca en la garrucha. Me senté a cenar, envuelto en colosal albornoz de mi
abuelo, en un extremo de la apostólica mesa de la sala de comer de la gran casa
granadina.
Con cara de vinagre, padre me dijo:
-¿Probarás también a vivir en el estanque de cocer el lino?
Callé. El ambiente no estaba para ser sincero. Y el agua del estanque del lino
olía a huevos podridos. Además, trazados estaban ya los objetivos, la
estrategia y los planes tácticos del verano siguiente. Se trataba de conocer
los aljibes de las caserías vecinas, pero sin tocar tierra.
Estaba
convencido de que ello era posible utilizando la red de acequias planificada
por los árabes. Tampoco descartaba la existencia de túneles secretos que uniesen
entre sí los viejos aljibes del tiempo de los moros.
Abonaba mi tesis la circunstancia de haber comprobado, en mi encierro de
espiritual terapia acuática, la existencia de una boca de túnel del que sólo me
atreví a recorrer unos metros, pues su inclinación descendente hacía que
enseguidita quedara uno por completo sumergido. Para avanzar hubiera necesitado
gafas de bucear, una bombona de hombre rana y una linterna sumergible. Tres
utensilios que no eran fáciles de obtener en la postguerra, si bien yo confiaba
en que, con buenas notas y la ayuda financiera de un tío mío que había
explorado en su juventud las fuentes del Orinoco, la empresa fuera factible.
Vamos, que a no tardar pudiera comprar las tres vainas esas.
Granada: mi
niñez con mi memoria VII
(Capítulo séptimo y final)
Al dar las once el capataz cumplió con el rito de las noches de verano pasando
a la Casa Grande para dar las buenas noches. Preguntó:
-Ama ¿será inanormal el señorito?
Me gustó su diagnóstico, que por prudencia formulaba en interrogación. Prefiero
ir solo como el espárrago antes que nadar en cardumen. ¡Me niego a ser más
tonto que un hilo de uvas!
Mi madre contestó:
-Frasquito, ¡válgame Dios! Sus gallinas han estropeado en la siesta mi macizo
de dalias en flor. ¿Quiere usted una taza de café?
Mi padre pidió la caja de tabaco de picadura y ofreció a Frasquito. Era buen
tabaco, de hoja y de contrabando gibraltareño. Mientras los mayores liaban sus
cigarros con parsimonia y papel Bambú, mis hermanas me comprometían con señas y
dengues. Querían saber sí, y cuántas veces, había hecho aguas mayores y menores
en el aljibe, durante mi encierro experimental. ¡Qué jodías las crías!
Pedí permiso para retirarme a mi habitación, que obtuve tras recibir la
bendición materna junto a la señal de la cruz en la frente:
-Que la Virgen y los santos te acompañen, hijo.
Dormí hondo y de seguido. Soñé con ellos. Son buenos y se comen las larvas y
los gusanos del agua. No molestan, no gritan y no abusan de los más débiles. El
gitanillo se alejaba por la plaza de Bibarrambla cantando:
¡Galápagos para el aljibeeeee!
Al abrirse el día escondí en el horno del secadero de tabaco el cráneo y la
tibia que, humanos fósiles, había subido del fondo del aljibe. Siempre se ha
dicho que cada familia guarda un cadáver en su aljibe. Los restos de nuestra
momia tribal, míos son porque están aquí, en mi escritorio. Me advierten de
dónde vengo, a dónde voy y cómo se las gasta mi gente.
Mi mesa de escribir, mi cuarto-leonera, mi perra y los huesos con mi propio ADN
son los únicos juguetes que tengo. Con ellos me encierro, a solas, para
escribir variaciones sobre el mismo tema.
Bien escrito!
ResponderEliminarMuy interesante. Gracias por compartirlo. Saludos cordiales
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